El sábado 19 de mayo de
2012 en Sevilla a las 13:07 horas en la Plaza Nueva, Eduardo Galeano
me daba dos besos y me firmaba su último libro, Los hijos de los días. La tarde-noche del día anterior, Don Eduardo había
contado algunas de sus historias y nos había cautivado a todos, y
ahora todos, coleccionistas de firmas, queríamos que esas historias
y esa pluma fuesen también nuestras. Fetiche, capricho, expresión
del más puro materialismo e individualismo: como si las historias
pudiesen ser eternas, como si las letras pudieran tener dueños.
Aunque algunas nubes cubrían el cielo, hacía un tiempo caluroso
pero agradable, y Sevilla olía a ese aroma especial que desprende
orgullosa en primavera. La Plaza Nueva, custodiada por el
Ayuntamiento y acechada por el nuevo tranvía, había sido ocupada
por el “Mundo de las Letras”: casetas y casetas con libros y más
libros y algunos autores firmando ejemplares, o esperando firmar
alguno. Como cada año, la Feria del Libro supone un punto de
encuentro entre los devoradores de historias y sus escritores, entre
los editores y los vendedores, entre los transeúntes despistados y
los curiosos más valientes. Un ambiente sin duda especial que
configura un evento nostálgico y romántico. Hoy en día cualquiera
con conexión a internet y un dispositivo electrónico puede obtener
casi cualquier libro catalogado. Pero no se trata ya
de encontrar ejemplares estelares, ni esa novela que viene de Las
Américas o esa otra que acaba de salir de la imprenta. La Feria del
Libro es, sobre todo y ante todo, un acto simbólico: los libros
(pobres abandonados) ocupan la calle, los escritores (pobres
desarraigados) se tornan protagonistas, los lectores (pobres
utópicos) festejan su semana. Y así se crea el ilusionismo de que
las letras son por y para el pueblo. Es en ese festín literario en
el que dos personas inconexas se encuentran y se besan. Para una de
ellas no será más que un fugaz minuto de su vida, para la otra, un
instante que guardar en su baúl de los recuerdos. De cualquier
forma, ambos sabemos que la historia, esa pequeña historia dentro de otras tantas
historias, la capturan los días y la custodia el tiempo. Pero hace mucho que los hombres osados encontramos la llave que habría una de las puertas (sólo una) de la atemporalidad y, como podéis imaginar, es una llave que vive entre los libros y que está formada por palabras.
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